De repente te ves al espejo y ves en tus ojos que ha pasado por ti algo
de vida. Cosas que hiciste. Cosas que viviste, y no te reconoces en tu
pasado. No encuentras tu nombre en tu propia historia. No fuiste lo que
eres.
Entonces piensas en huir. Entonces piensas que es más
sencillo vivir la vida a campo traviesa. Te das cuenta que has buscado
refugio en un lugar donde estás a merced de las armas del enemigo. Que
lo que pase de aquí en adelante dependerá de todo menos de ti.
A
veces uno quiere escoger otras pieles. Porque cuando estás solo es más
sencillo mirarte al espejo y mentirte. Decirte que podrías ser otro
aliento. Uno menos cansando. Uno más ligero. Una arruga menos. Un camino
más sencillo. Una tarde más tranquila. Un sol más benevolente. Una
tarde gris menos fría. Un invierno más cálido. Una lluvia que refresque y
no un aguacero que ahogue. No un trueno ensordecedor. Pero del pasado
ya no puedes huir. El pasado es tu cadena. Tu cadena más pesada y por
más que quieras ser libre, nunca lo serás. El pasado es tu condena. Una
condena de la que no existe absolución.
¿A dónde se va el deseo?
Cuando la noche es negra. Cuando todo calla. Cuando hay un silencio que
te grita, que te atormenta, que te ruega que escuches. Que te grita qué
quieres. Que lo tienes que querer. Que prometiste. Que juraste. Que es
tu destino.
Pero tu vida te muestra un camino donde lo que quieres
no cabe. Y entonces esas promesas irán a vagar al lugar de tu alma donde
no eres nadie. Y entonces tus ojos te dirán que la única salida es
darle paso a la más dulce tristeza.
PD: No es de mi autoria, copiado de Ayúdame Freud
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