Los que asistáis en mi agonia, no me digas nada. Hacedme escuchar una armonía cualquiera y moriré a gusto.
La música calma, encanta y nos desliga de las cosas de este mundo. Meced mi dolor, os suplico, pero no le habléis.
Estoy cansado de palabras, harto de escuchar lo que puede ser mentira. Prefiero los sonidos que no hay que comprender, que basta con sentirlos,
una melodía en que pueda sumirse el alma, y que me haga pasar sin esfuerzo del delirio al sueño y del sueño a la muerte.
Los que me asistáis en mi agonía, No me digáis nada. Un poco de armonía me hará mucho bien y me servirá de alivio.
Iréis a buscar a mi pobre nodriza, que es hoy pastora de un rebaño, y le diréis que al borde de la tumba he tenido el capricho
de oír cantar, muy quedo, de su boca, una canción de antaño, monótona y sencilla, un aire conmovedor y suave que apenas necesita voz.
La encontraéis. La gente de las chozas vive mucho tiempo. Yo, en cambio, soy dueño de un mundo en el que rara vez se vive varias veces veinte años.
Nos dejaréis a los dos juntos, y nuestros corazones se unirán. Me cantara con voz temblorosa... y con su mano puesta en mi frente.
Entonces tal vez sea ella la única que siga queriéndome. Yo volveré a mi niñez, mecido por si canción de abuela hacia mis días primeros,
para no sentir en mi última hora que se parte el corazón, para no tener que pensar, para que el hombre muera cómo nació el niño.
Los que me ayudéis en mi agonía, no me digáis nada. Hacedme escuchar una armonía cualquiera y moriré a gusto...
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