Una lechera llevaba en la cabeza un cubo de leche
recién ordeñada y caminaba hacia su casa soñando despierta. "Como esta
leche es muy buena", se decía, "dará mucha nata. Batiré muy bien la nata
hasta que se convierta en una mantequilla blanca y sabrosa, que me
pagarán muy bien en el mercado. Con el dinero, me compraré un canasto de
huevos y, en cuatro días, tendré la granja llena de pollitos, que se
pasarán el verano piando en el corral. Cuando empiecen a crecer, los
venderé a buen precio, y con el dinero que saque me compraré un vestido
nuevo de color verde, con tiras bordadas y un gran lazo en la cintura.
Cuando lo vean, todas las chicas del pueblo se morirán de envidia. Me lo
pondré el día de la fiesta mayor, y seguro que el hijo del molinero
querrá bailar conmigo al verme tan guapa. Pero no voy a decirle que sí
de buenas a primeras. Esperaré a que me lo pida varias veces y, al
principio, le diré que no con la cabeza. Eso es, le diré que no: "¡así! "
La lechera comenzó a menear la cabeza para decir
que no, y entonces el cubo de leche cayó al suelo, y la tierra se tiñó
de blanco. Así que la lechera se quedó sin nada: sin vestido, sin
pollitos, sin huevos, sin mantequilla, sin nata y, sobre todo, sin
leche: sin la blanca leche que le había incitado a soñar.